Ayer te amé por un instante, aunque no te conocía. Confluimos los dos en aquel cruce de caminos, tan lleno de gente, tan intransitado, en realidad, solo nosotros. Nuestros ojos se encontraron varias veces, chocando con tal intensidad que creí ver entre los dos un haz de luz brillante. Por supuesto, todas esas personas, que en realidad no estaban, no se dieron cuenta... Harta de estar de pie, me senté a tu lado sin premeditación. O tal vez con toda la intención del mundo, no lo sé. Y cansada, pues la madrugada tocaba ya a su fin y los primeros rayos de sol despuntaban a nuestra izquierda, entre las montañas de hierro, granito y cristal, recosté mi cabeza en aquel tronco plateado que se erguía sosteniendo un mar de hojas de vidrio sobre nosotros. La gente que (no) nos rodeaba no se dio cuenta cuando tu mano comenzó a trepar por mi espalda. Yo tampoco me di cuenta; al menos, lo fingí. Y con mis párpados velando la certeza de que todo era una locura, sentí tus caricias llenas de ternura, extraña ternura, en ese lugar, en ese momento. Renuncié a sentirme como el resto del mundo, aquella gente que (no) estaba y no podía vernos. Decidí fríamente aceptar que me gustaba tu contacto; que, en medio de la mañana helada, eras un soplo de calor en mi nuca, sin importar tus motivos, sin importar mis razones. Y por fin, abrí los ojos para encontrar tu mirada clavada en la mía, demasiado cerca. El haz entre tus ojos y los míos brillaba cada vez con más fuerza. Por un instante seguí su capricho y navegué en tus oscuras profundidades. Hallé calma. Tus ojos no me decían nada que los míos no reflejasen. Y nos besamos, desesperadamente, con tanta dulzura. Mis labios se perdieron en los pliegues de tu boca, dejando muy atrás la serenidad y la cordura. Ni por un segundo quise olvidar que no te conocía. Derrochaste cariño y te lo agradecí infinitamente. Cuando aparté mi rostro del tuyo, dudando de pronto de aquellos besos, sólo hallé una hermosa mirada. Vi deseo en tus ojos, pero brillaba aún más la ternura. Y sin poder ni querer reprimir una sonrisa, que tú recogiste en la tuya, con la locura a flor de piel dejé que siguieras besándome. Me preguntaste tu nombre y te lo dije. Te pregunté, me contestaste. Me mantuviste abrazada una pequeña eternidad, susurrándome al oído un trocito de tu vida. Y yo correspondí con mis risas y un fragmento de la mía. Te gustaron mis risas... Y por fin llegó el autobús. Deshiciste el abrazo mientras yo rebuscaba en mi bolso un pedacito de la sensatez olvidada. No pude dejar de flotar, a pesar de encontrarlo... Nos levantamos, sostuviste mi barbilla en tu mano de artista; una última y larga (demasiado corta) mirada. Me regalaste un último beso. Te regalé una última risa. "Adiós, chiquilla". Y por la mañana, cuando por fin caí en la blandura del edredón, todavía soñaba contigo. Me gustó tu mirada. Y por ella te amé todo un instante. _Anónimo_ |
1 comentario:
Lindo blog, un rincon tranquilo entre tanto ruido...
Felicitaciones... la mirada, capaz de decir mas que las palabras, tambien transmiten el alma de quien la porta.
Publicar un comentario